miércoles, 21 de febrero de 2024

La Fiesta de las Lenguas Me`kwe Wet Wet Fiz`eya

 

                                                                                      Popayán, Mayo 7 de 2014

 

 

En 1991 reconocimos formalmente en la constitución colombiana que somos un país multicultural y que las lenguas de los indígenas, raizales y palenqueros son oficiales en sus territorios.

Se trata de un patrimonio salvaguardado por la valentía de los pueblos indígenas que  todavía cuentan con sus 68 idiomas originarios.  Algunos perdieron en el largo camino de  las misiones, el instituto lingüístico de verano y la castellanización republicana  ese maravilloso patrimonio que permite pensar y representar el mundo de forma bilingüe o plurilingüe como en el caso de las comunidades Amazónicas.

En el caso de los afrodescedientes, sobreviven la lengua palenquera en la cultura africana de San Basilio, y el creole como idioma oficial entre la población raizal de San Andrés y Providencia.

Casi dos décadas después, el Ministerio de Cultura en una audaz gestión con universidades, lingüistas y organizaciones étnicas,  promovió ante el Congreso Nacional la expedición de la ley 1381 de 2010 para “garantizar el reconocimiento, la protección y el desarrollo de los derechos lingüísticos, individuales y colectivos de los grupos étnicos con tradición lingüística propia, así como la promoción del uso y desarrollo de sus lenguas que se llamarán de aquí en adelante lenguas nativas”.   

Lograr el cumplimiento de este mandato no es fácil. Los estudiosos del tema como John Landaburu señalan un grave proceso de pérdida de hablantes de algunas de estas lenguas, debido sobre todo a un fenómeno de supremacía del castellano y subvaloración del patrimonio etnolingüístico en muchas de las regiones donde habitan dichos pueblos.  

Sin embargo, hay buenas noticias.

Desde hace cinco años el Ministerio de Cultura realiza en el marco de la Feria Internacional del Libro de Bogotá, la Fiesta de las Lenguas. Se trata de un espacio académico, espiritual y cultural en el cual se enaltece el valor y el aporte de estas tradiciones lingüísticas a la literatura y oralitura colombiana.

Poetas, palabreros, escritores, narradores, cantaoras, decimeros, maloqueros, taitas, sabedores y gentes del hablar con el corazón, se reúnen y reúnen a cientos de visitantes en la Feria del Libro, para celebrar la existencia y pervivencia de estas lenguas nativas depositarias de un saber anterior a los diccionarios y a las reales academias de la lengua. 

En el 2014 la Fiesta de las Lenguas es por lo grande. Se reunirán los Bora, Murui, Ocaina, Tikuna, Yagua y Andoque, que habitan la frontera con Perú y cuya esplendida diversidad cultural hace de ese lugar del planeta un reservorio para la humanidad.  

La Fiesta de las Lenguas es un evento que enaltece la producción artística y cultural proveniente del mundo de las lenguas nativas sobrevivientes en este siglo de nativos digitales.  Una Fiesta que se llama también minga, ceremonia de saludo, bullerengue, diáspora de tambores y canto de despedida.

En la Noche del Libro, los orishas y la literatura afrodescendiente serán los invitados de honor, en un merecido homenaje al maestro Manuel Zapata Olivella, con una lectura en voz alta de su novela “Changó el gran putas”. Y como un bello regalo para los lectores que inician su trasegar por la palabra escrita, tendrá lugar el lanzamiento de los libros en lenguas indígenas y palenquera de la Colección Territorios Narrados del proyecto “Leer es mi Cuento” del Ministerio de Educación y un equipo de docentes indígenas y afrocolombianos que hacen de las lenguas una fiesta en la escuela.

Tendremos que festejar las lenguas nativas a diario si queremos que nuestros descendientes conozcan parte de la sabiduría que entrañan.

Hablarlas y escucharlas las 52 semanas del año es la mejor manera de celebrarlas. 

 

domingo, 7 de mayo de 2023

Justicia Educativa. El reto para una nación multicultural y desigual


 “No es cuestión de hacer simplemente una nueva habitación para los excluidos en la antigua casa. Es necesario hacer una nueva casa, con una nueva distribución. De lo contrario los indígenas, las mujeres y los afrodescendientes irán a las habitaciones de “servicio” … 
como antes, como siempre”    (Enrique Dussel)


Desde 1886 hasta 1991 la nación colombiana se configuró de espaldas a la mayor parte de su geografía.  Centrada en los valles interandinos, las políticas educativas fundaron una escuela mestiza y profundamente clasista. Los manuales escolares de la primera mitad del siglo XX enseñaron el racismo con dosis significativas de una identidad nacional forjada en la hispanidad y el desprecio por el indígena, el pobre y el negro. De este modo transitamos cien años de exclusiones de todo tipo. Sin acceso educativo y con el peso del estereotipo histórico, muchas poblaciones de la “otra Colombia” tuvieron en las misiones católicas y evangélicas la única oportunidad para aprender a leer, a escribir y a obedecer a las religiones. 

Con la promulgación de la Constitución de 1991 y la Ley 115 de 1994 tuvimos la oportunidad histórica para plantear la educación como un derecho y la autonomía como un rasgo de las instituciones escolares. La dicha duró pocos años y tal como lo profetizó Abel Rodríguez Céspedes, la contrareforma neoliberal de comienzos del presente siglo, poco a poco desmontó las aspiraciones plasmadas en los 222 artículos donde se establece la carta de navegación para garantizar el derecho fundamental de todas las personas a educarse a lo largo de la vida de manera contextual y con el apoyo del Estado. 

 Durante dos largas décadas hemos visto el desmonte gradual de nociones esenciales consagradas en el Ley 115. Con el pretexto de la calidad y cobertura estandarizada volvimos el centralismo tecnocrático en manos de egresados de Harvard. De ese modo, hizo carrera un conjunto de políticas que fueron anchando la fila de las exclusiones y hoy nos muestran un mapa doloroso. Los territorios nacionales del constitucionalismo del 86 son en la actualidad los departamentos con los indicadores más bajos en materia educativa. Al mismo tiempo la matrícula y los recursos de la educación superior se concentran en cuatro ciudades andinas.

Este mismo mapa coincide con otros factores asociados al impacto del conflicto armado en todos los niveles de la vida económica, política y cultural de estas regiones. Fenómenos como el reclutamiento de menores, desplazamiento de docentes, desaparición de comunidades educativas completas son entre otros muchos, la punta del iceberg de una injusticia educativa sostenida en la combinación de andinocentrismo gubernamental y conflicto armado. Por esta razón, el mapa no miente, es difícil sobrevivir y educarse en las antiguas intendencias y comisarías, así se reproduce una sobre otra cada circunstancia que explica porque el déficit educativo se concentra en ciertas zonas donde perviven indígenas, afrodescendientes y campesinos de frontera. 

Maruja tiene 65 años. Es una maestra del Pacífico sur desde los 16 años. Se formó en la Escuela Normal Superior de Guapi entre 1970 y 1977. Con su título de bachiller en la mano recorrió durante más de cuatro décadas muchas escuelas de las zonas rurales de la costa caucana. Por eso, sabe de las alegrías y las penurias de cientos de familias a cuyas hijas e hijos educó con convicción católica y lecciones aprendidas en los textos escolares que se producen en Bogotá o Medellín.  Se jubiló porque no aguantó más la pena que le causaba cada día ver el declive de su comunidad. La gota que rebosó la copa fue el asesinato de Manuel, un niño de 12 años proveniente de Limones, a quien ejecutaron por “hacerle mandados” a uno de los grupos armados que disputa el control territorial.  Era uno de sus mejores estudiantes de quinto grado. Dedicado, inteligente y dispuesto a sacarle ventaja a la vida de pobreza. Le gustaba leer y aprender de los libros. Quería ser ingeniero.

La maestra Maruja educó varias generaciones entre las cuales se cuentan muchos profesionales, lideres y políticos locales. Ella reconoce que la educación es fundamental para salir adelante en la vida, pero también reconoce que hoy día es mucho más difícil hacerlo bien debido a que la familia y el gobierno no cumplen con su parte. Ser docente en regiones como Guapi o Timbiquí constituye un verdadero acto de fe, dadas las complejas condiciones sociológicas en estos territorios. María Elena, la hija mayor de Maruja siguió sus pasos y se hizo normalista y luego licenciada. Tuvo que irse a estudiar a Cali por varios años para obtener el título profesional, sostenida con el esfuerzo familiar y una renta que mensualmente le enviada su madre. Logró ubicarse como docente de preescolar y trabajó con el sector privado por varios años, aguantando situaciones racistas y clasistas que le enseñaron el significado de ser una mujer afrodescendiente en una ciudad como la capital del Valle, donde borraron su nombre para bautizarla como la “profe negrita”. Se presentó al concurso de Etnoeducadores Afrocolombianos dos veces y en el 2011 quedó nombrada en Jamundí, para laborar en una zona rural. A sus cuarenta años por fin obtuvo estabilidad laboral y aspiraciones de seguir su formación posgradual. María Elena no regresó a su natal Guapi, ahora intenta convencer a Maruja de irse con ella a esta ciudad donde el servicio de salud es la mejor opción para sus complicaciones de hipertensión y diabetes. Sus dos hijos se consideran caleños y estudian en un colegio público donde lograron los cupos por ser instituciones Etnoeducativas donde conmemoran el mes de la afrocolombianidad con danzas y jolgorio, y poco enseñan sobre los grandes poetas del pacífico o la contribución de la gente negra a la historia económica del Valle del Cauca.  

Maruja y María Elena son hijas de dos constituciones distintas y al mismo tiempo herederas de los viejos males de una educación descontextualizada a causa de la colonialidad del saber que predomina en las políticas de conocimiento que gobiernan en el aula de primaria hasta las salas de los doctorados en educación. Políticas a prueba de realidad, que desconocen la diversidad educativa de la nación y no contemplan que la familia y el Estado pueden ser actores disimiles de una región a otra. Políticas esencialmente monoculturales incapaces de dialogar con la diversidad cultural y lingüística y por lo tanto, un obstáculo para crear currículos con pluralidad epistémica y pedagógica.  

Ellas también son testigos de excepción de las discriminaciones que operan en la formación del profesorado colombiano donde generaciones enteras se preparan para educar una niñez mestiza en el centro de Colombia, pero luego deben laborar en las geografías de la periferia de las cuales poco o nada aprendieron por años.    

Los textos escolares en los cuales aprendieron y con los que siguen enseñando lecciones de historia y geografía, atados a imágenes de la blanquitud y la montaña sin posibilidad de acercarse a los acontecimientos y territorialidades de las culturas indígenas, afrodescendientes, caribeñas, amazónicas y pacíficas.

La justicia educativa constituye una tarea urgente y obligada. La construcción de paz pasa por lograr reparaciones históricas para los graves problemas de desigualdad, estigmatización y subordinación producidos por el colonialismo interno del gobierno de lo escolar. Transitar hacia gobiernos democráticos y justos implica demoler la mentalidad que ha reducido la educación a la escolarización y la escolarización a la estandarización del conocimiento. Finalmente, entender que la educación es un modo de vida compartido en el cual es posible reorganizar la experiencia individual y establecer equilibrio entre conocimientos. 





Este artículo se encuentra publicado en el Dossier TRANSICIÓN, GOBIERNOS DE TRANSICIÓN Y DEMOCRACIA editado y compilado por Carlos Medina Gallego, UN, abril de 2023

Hay Verdad si hay justicia curricular

El 28 de junio de 2022, la Comisión de La Verdad luego de casi cuatro arduos años de trabajo con cientos de organizaciones sociales e instituciones gubernamentales, hizo entrega del informe final “Hay futuro si hay verdad”. Este informe lo compone una plataforma de cientos de materiales digitales y testimoniales producidos para que Colombia pueda leerse y reconocerse en las voces, los relatos y los análisis sobre lo que nos sucedió en el marco del conflicto armado y de ese modo contribuir a sanar esta profunda herida social y colectiva.

Con esta era de la “Verdad” se inaugura para el país un debate sobre el papel de la educación en materia de este complejo proceso del posconflicto, la reparación y la no repetición. El primer paso consiste en abordar el Informe como una travesía para reconocernos en esta dura historia, sin la cual no podemos comprender quienes somos. El asunto está entonces en ubicar la enseñanza de la historia y el tratamiento de la memoria colectiva como asuntos centrales en la formación de las generaciones más jóvenes, cimiento para una sociedad más justa y en paz.

Esta tarea se enfrenta a la crisis que atraviesa el sistema educativo, desde el preescolar hasta los doctorados, en cuanto al marginamiento y casi extinción de las humanidades de los currículos. Desde la década de los años ochenta, como lo ha reiterado Jorge Orlando Melo, la enseñanza de la historia y las ciencias sociales cayeron en desgracia debido a unas políticas educativas al servicio de una educación bancaria. Entonces las competencias en matemáticas y lenguaje hegemonizaron la discusión educativa nacional y así, sin más ni más, borramos de un tajo el cultivo de la memoria social y la formación política. Estas circunstancias se agravaron con la invisibilización/negación del conflicto interno impuesta por los gobiernos de la primera etapa de este siglo para el conjunto de instituciones públicas. Esto explica por qué anualmente recibimos en las universidades miles de adolescentes, nativa-os digitales que desconocen por completo la historia de su país. Entre una y otra cosa creo que lo fundamental es sustentar la importancia de incorporar la enseñanza de la historia del conflicto colombiano que nos ofrece el informe “Hay futuro si hay verdad”, como una apuesta humanista en lo que corresponde a la formación ciudadana para sociedades del posconflicto. 

Alrededor del Informe y su maravillosa caja de herramientas, un grupo de docentes de nuestra Universidad ha iniciado una importante experiencia de innovación pedagógica para llevar este conocimiento a cursos donde se abordan los relatos y testimonios de las víctimas como contenido central para desarrollar habilidades comunicativas, o para profundizar en la comprensión histórico-contextual de la realidad o para abordar debates filosóficos. En todos los casos, debemos reconocer un esfuerzo ejemplar por llevar este universo de la Verdad y sus diversas perspectivas, al escenario de la formación universitaria. El papel que nos corresponde se sitúa en la enseñanza de forma preponderante. Un lugar poderoso desde el cual, quienes ejercemos la docencia universitaria podemos aportar para salir de este atolladero de ignorancia y negación sobre lo que hemos vivido como nación. 

En el caso de la Universidad del Cauca, podemos intuir por el origen geográfico de buena parte del estudiantado, que tenemos en las aulas más de un sobreviviente de la guerra que ocurre hace décadas en estos territorios del sur. Se trata de víctimas “invisibles”, quienes transitan silenciosamente por los claustros, por los planes de estudio y por los espacios de profesionalización sin que nadie se entere de su experiencia, sin que podamos aprender las lecciones de vida que tienen por compartir con la comunidad universitaria. En este caso, la verdad también se construye “casa adentro” y requiere de modo particular, que hablemos de estas historias en nuestros cursos.

Cada vez que en un aula de clase se abordan las voces testimoniales de las víctimas, se abre una ventana al conocimiento de la condición humana. En cada ocasión en que se analizan los sucesos ocurridos en las diferentes geografías de nuestro país a causa de las disputas por el territorio, avanzamos en la comprensión de nuestra travesía como la segunda nación más desigual del continente, pero la que tiene el primer puesto en biodiversidad y diversidad cultural. En últimas, cada hora del currículo empeñada en reconocernos en el espejo que nos ofrece el Informe de la Comisión de La Verdad, es una hora de educación política y moral, para curarnos del olvido y la indiferencia.

Podemos avanzar hacia lo que Conell ha denominado la producción histórica de igualdad en el currículo, es decir, de establecer equilibrios en lo que enseñamos, para reparar silencios y olvidos oficialmente promovidos. En tal sentido, la justicia curricular debemos verla como una estrategia educativa para producir más igualdad en todo el conjunto de las relaciones sociales al que está unido el sistema educativo. Sin este esfuerzo en los currículos es improbable garantizar la solidaridad y la empatía moral que requiere un proceso de largo aliento, como el que nos hemos propuesto para Colombia. 

Quienes han investigado en este ámbito saben muy bien que se requieren muchos días y muchas horas de reflexión, sobre todo, si el propósito es no repetir el oscuro período de violencia e intolerancia política del siglo reciente. La trascendental tarea de enseñar críticamente este Informe de La Verdad a las generaciones más jóvenes no da espera si queremos desarmar los detonantes subjetivos de las múltiples caras del conflicto interno. 

Desde otros lugares del planeta nos señalan importantes lecciones sobre el papel de la educación en los procesos de socialización política de generaciones comprometidas con la verdad y la no repetición. Este es el caso de Alemania, por ejemplo, donde los niños, las niñas y los jóvenes estudian y comprenden las implicaciones del holocausto Nazi. Para ello los museos, el cine y el “Diario de Ana Frank” cumplen una bella labor al transmitir el valor de la memoria como acto de justicia. En el caso de Argentina es muy interesante la manera como el currículo de la escuela pública, el cine, los textos escolares y los museos que visitan las y los estudiantes, abordan lo sucedido en el tiempo de las dictaduras militares. En Finlandia el currículo de la secundaria incluye cursos ocupados de analizar los genocidios más importantes del siglo X como el caso de Ruanda en 1994.

La Verdad como noción política, como símbolo y como derecho debe ser parte central de las políticas educativas colombianas. Un compromiso en los planes decenales, la formación docente y las políticas de calidad de la educación superior. Somos una nación que reconoce al menos diez millones de víctimas directas del conflicto. Una de cada cinco personas del sector rural ha sufrido daño.  Con estas cifras, Colombia debería tener una política educativa completamente articulada con la formación para la paz, para el perdón y para la no repetición. Por estas razones es necesario articular la enseñanza de las diferentes asignaturas propias de cada currículo con la reflexión sobre nuestra historia.   

La tarea de formar médicos, enfermeras, físicos, matemáticos, abogados, ingenieros y artistas pasa también por enseñar la historia política y la memoria del conflicto. Requerimos de inteligencia, sensibilidad y buena pedagogía para cumplir con esta labor en nuestras universidades.  Para hacerla, contamos con los relatos, los testimonios, la cartografía geopolítica, las estadísticas y los datos históricos que nos ofrece el Informe final de la Comisión de La Verdad, tejido con miles de víctimas, escuchando sus dolores ante hechos que parecen inverosímiles. 

Finalmente, y a modo de complemento estético, necesitamos la poesía para transitar entre estas historias. Necesitamos del arte y las humanidades en todas sus expresiones para viajar amorosamente por el continente de la memoria del conflicto colombiano. Solo con arte y pedagogía podremos abrazar esta dolorosa Verdad y que de ese modo nazca la esperanza de otro país, más humano, menos violento, más cuidadoso de la vida misma.

De Conversación a oscuras

Horacio Benavides (Poeta Caucano)


Te metieron en una bolsa negra

y te llevaron al monte

yo por entre los matorrales los seguí

Los hombres decían chistes

cavaban y reían

Cuando las cosas empezaron a calmar

fuimos al monte y te trajimos a la casa

para que no te sintieras solo, hermano

Ahora estás en el solar

A tu lado sembramos un ciruelo,

el que da las frutas que tanto te gustan

y todos los días lo regamos con agua

y con lágrimas.





lunes, 27 de marzo de 2023

Graciela Bolaños, pedagoga comunitaria (En memoria)

En medio de una profunda tristeza escribo estas palabras para abrazar con amor y gratitud la memoria de Graciela Bolaños, una de las mayores pensadoras y pedagogas de la interculturalidad en América Latina. Una mujer nariñense y egresada de una escuela normal superior, cuya profesión existencial fue ser una maestra comunitaria.  

Siendo muy joven, asumió la causa de los oprimidos por el terraje y la iglesia docente y pasó de ser una joven funcionaria del INCORA en el censo indígena para convertirse en colaboradora solidaria del Consejo Regional Indígena del Cauca (CRIC)

Su arduo y tesonero trabajo en estas cinco décadas de existencia del CRIC, está plasmado en el modelo de formación pedagógica de maestras y dinamizadores responsables de los procesos comunitarios del Sistema Educativo Propio SEIP y la Universidad Autónoma Indígena Intercultural UAIIN.

Graciela fue también, la gran maestra de generaciones de jóvenes que arribamos al Cauca desde los años ochenta hasta hoy día, para reaprender lo que nuestras universidades nos habían enseñado mal. Con ella y de la mano de líderes, docentes y colaboradores, vimos tejer una política cultural denominada la “pedagogía comunitaria”, construida desde las bases y con una increíble dosis de valentía e inteligencia. Eran otros tiempos, con una cruda violencia contra el CRIC, de la cual Graciela fue víctima y heroína durante los años del estatuto de seguridad de Turbay Ayala.

Su casa, su saber y su cariño fueron siempre un brazo tendido para compañeras, amigos y jóvenes universitarios. Muchas personalidades académicas en el ámbito de la educación intercultural y de la historia del movimiento indígena, le deben a las conversaciones con Graciela, páginas enteras de sabiduría.

Al lado de Pablo Tattay, compañero de su camino y padre de sus hijos, levantaron una familia extendida que comenzaba y terminaba en el CRIC. Libia y Pablo, sus amados hijos, heredaron de ambos la tenacidad y la pasión por las luchas de los pueblos originarios.

Aunque Graciela no era una mujer caucana de nacimiento, conocía como nadie cada terruño de este departamento. Hizo durante toda su vida una gran travesía acompañando y sembrando educación comunitaria en el marco de la recuperación de las tierras de resguardo y el fortalecimiento de los cabildos.  La germinación de este proceso fue dando con el paso de los años, retoños en muchas geografías de la nación. Por eso el duelo que enfrentamos con su muerte es nacional y continental.

Siempre tuvo un instante para escuchar, una risa para analizar las situaciones más dilemáticas y una increíble inteligencia para conversar con el estado y sus funcionarios de turno.  Nos enseñó con su ejemplo, el valor de la praxis y las limitaciones de los títulos universitarios y el exceso de teoría.

En abril de 2019 en el marco del VIII Encuentro Internacional de Historia Oral realizado en Bogotá, hizo una intervención emblemática, que nos recordó las luchas que libraron cientos de miles de docentes y líderes para lograr el derecho a educarse de manera intercultural, comunitaria y autónoma, e insistió en “la urgencia de llevar estas historias a las escuelas colombianas, para que las nuevas generaciones reconocieran estos ideales de justicia y pudieran sentir orgullo y admiración”.

Su legado es inconmensurable, tanto en el ámbito de las ideas, como en el de las acciones, pues trascendió la manera como tradicionalmente concebimos en Colombia la pedagogía, la escuela y el maestro.  Su increíble capacidad reflexiva y su infatigable labor como investigadora, le sirvieron para poner en diálogo la educación popular de Paulo Freire y las concepciones educativas de las culturas Nasa y Misak fundamentalmente.

El país académico y el país político de la “educación” debe reconocer en Graciela Bolaños una intelectual sobresaliente, cuyos aportes aun no son visibles en su verdadera profundidad e impacto.  

La joven normalista de Potosí se convirtió en maestra de un movimiento y activista de una causa educativa y cultural latinoamericana.   

Más de un trabajo de tesis de pregrado, maestría y doctorado lleva su nombre impreso en las páginas de agradecimiento, en citas textuales de entrevistas y en las referencias bibliográficas. Porque así era Graciela, generosa, aguda e incansable intelectual de este sur.

¡Te vamos a extrañar mucho querida maestra!

25 de agosto de 2021








martes, 26 de julio de 2022

Maestras y poetas afropacíficas

Frente al majestuoso río Guapi, en el departamento de Cauca, la Escuela Normal Superior María Inmaculada (ENS) empieza su trasegar en 1960. A partir de ese momento la vida del pequeño pueblo dará un giro cultural y social trascendental. A mediados del siglo XX en la región del pacífico la escolarización estaba prácticamente restringida para unos pocos varones, cuyas familias tenían la capacidad económica para solventar su manutención. Contadas mujeres accedieron a este privilegio que, en todo caso, les implicaba migrar a Popayán o Cali para lograr sus estudios de secundaria.

Guapi contaba desde 1956 con el Colegio San José, una institución privada fundada por el obispo Arango Velásquez para formar la población masculina de estas comunidades. Con la creación de la Escuela Normal, centenares de jóvenes afrodescendientes, mayoritariamente mujeres, acudieron al llamado de la iglesia católica para convertirse en las y los docentes de una región sedienta de escolarización. En Chocó apenas una década antes, el parlamentario Diego Luis Córdoba había promovido a través del Ministerio de Educación la creación de cinco Escuelas Normales con el firme propósito de cambiar el destino de las mujeres de este departamento y garantizar un sistema educativo regional para atender las demandas de las comunidades más aisladas.

El poeta Alfredo Vanín ha propuesto nombrar como culturas fluviales del encantamiento este mundo simbólico, sensible y material que ocurre entre el océano y los ríos del pacífico. Esta civilización esencialmente oral y recreada de boca en boca, de canto en canto, desde hace siglos. Los alabaos, los relatos, los versos, los abozaos y las corporalidades de estas culturas acuáticas tuvieron un lugar de existencia en la Normal. Allí se mezclaban las lecciones de historia o geografía con los cuentos de navegantes de agua dulce; y la disciplina de las religiosas con la desbordante creatividad artística de nietas, hijas y sobrinas de músicos y decimeros.

En este nuevo lugar del saber, la higiene y la patria, llegaron a comienzos de los años setenta Manuel Zapata Olivella y su hermana Delia en busca de las raíces sonoras del folclor del litoral. Este hecho fue definitivo para refrendar el papel de esta institución en el mantenimiento e investigación de las expresiones artísticas y culturales como la danza, la música y la oralitura de la gente negra.

En este ambiente crecieron las “poetas escondidas”, como las nombró en 2017 Lourdes Andrade, para resaltar ese lugar anónimo en el cual han sobrevivido estas tejedoras de versos, lejos de las imprentas y de los proyectos editoriales del centro del país, pero afirmadas en su literatura del aula. Eran tiempos de bambuco viejo y marimba de chonta en los salones de madera, también de una modernización que ocurría de modo vertiginoso gracias al empuje del canal de Panamá. Navegaba el progreso y en lugares como el puerto de Buenaventura destellaban las luces de neón en calles repletas de mercaderías y   gente de todo el planeta hablando como en la torre de Babel. Muchas y muchos se fueron tras la ilusión de esta vida intensa y cargada de bullicio. A unas cuantas horas de navegación, Guapi se mantuvo en ese sosiego entre lo ancestral y lo moderno, para convertirse en continente literario.  Como lo recuerda la escritora Mary Grueso Romero, niños y niñas accedieron a la escuela y a una buena vida en grandes casas de madera, donde se combinaba la lencería blanca y almidonada con historias para dormir y sorprenderse en las noches torrenciales.

El empedrado puerto sobre el río Guapi se convirtió en sitio de tertulia de un puñado de jóvenes atrapados por los versos de Pablo Neruda. Con el tiempo, el romanticismo cobraría vida en el papel, para dar existencia a la moderna poesía de Helcías Martán Góngora. Eran los años setenta del siglo pasado y la literatura era un asunto fundamentalmente masculino, pero las mujeres del pacífico tienen el don de la palabra y verseaban la vida misma.

Durante varias décadas el litoral caucano fue testigo excepcional del nacimiento y madurez de las maestras y poetas, protagonistas de una educación afropacífica. Teresa de Jesús Venté, Ligia Pinillos, Raquel Portocarrero, Lucrecia Panchano, Fortunata Banguero, Ana María Moreno, Luciana Quiñones, Romelia Caicedo Quiñones, Diomelina Zurita, Dora María Ortiz, Marcia Perlaza y el profesor Luis Ángel Ledesma, son algunos de los nombres más reconocidos en esta constelación intelectual.

Este camino lo recorrieron las muchachas normalistas a quienes rendimos tributo con estas páginas.  Se trata de una generación influenciada por el lirismo, la cultura pedagógica, el humanismo y el apego a las tradiciones. Mujeres cuya niñez quedó en los patios de recreo que las vieron convertirse en las maestras de los ríos. Muchas de ellas envejecieron con los locales escolares construidos rudimentariamente por las comunidades. Algunas dejaron la crianza de sus hijos en manos de las abuelas, para atender su labor en ruralidades apartadas. Pero todas, sin excepción, hicieron de la poesía y la declamación un oficio cotidiano, por eso sus versos y décimas expresan una manera concreta de ser maestra afrodescendiente en las geografías del pacífico. Gracias a la tradición oral y la formación literaria recibida en la Escuela Normal Superior, su obra contiene la historia del territorio, tal como lo expresa Fortunata Banguero al rememorar la agricultura tradicional y fértil.

Nostalgia del arroz

De los productos ya decadentes

Que existían en mi región,

Muy importante e indispensable

Y nutritivo es el arroz

Agricultores organizados

Su siembra hacía con precaución

Se desplazaban pa´ Guapi arriba

O Guapi abajo sembrando arroz

De muchas clases se cultivaba

Fían, chino grande, chino chiquito y chicola

Pero el caliya, un grano grande,

Ese arroz no era de acá.

Marzo, abril, mayo para la siembra

Octubre, noviembre y diciembre para cosechar

El chango negro era su plaga

Y espanta pájaros para cuidar.


Parte de cosecha era llevada

Al partidero a don Teófilo Bazan,

Y otra a don Antistenes, Juan Segura y Teodoro Cuero

En la cabecera municipal

Que bien recuerdo yo de mi Guapi,

Muelles extensos sacando arroz

Las pilanderas y pilones

Las piladoras trillando al son

La cosa era muy bien cuadrada,

Todo se daba con medición

Siempre en mercado se conseguía,

En abundancia el gran arroz

Buenaventura era el destino,

Que distribuía al interior,

Barcos repletos lo transportaban

Y pa´ nosotros, sobraba arroz.

Ahora que todo se ha extinguido

Imploro y ruego al gran señor,

Que repensemos en nuestras vidas

Y en las riquezas de la región.

Volvamos todos agricultores

De nuevo al campo a sembrar arroz

Ya al voleo o bien plantado,

Nuestro futuro será mejor.


Con increíble maestría, hicieron del verso su arte secreto para engalanar la enseñanza. En hojas de cuaderno envejecidas guardan celosamente sus recuerdos y añoranzas. Nunca se fueron de la escuela. Se mantuvieron en sus aulas durante la mayor parte de su existencia, desde la infancia hasta el ocaso de sus días. Crecieron con la radio y la televisión en blanco y negro. Testigas excepcionales del olvido estatal, la ferocidad del conflicto armado y el arribo de la tecnología digital, se mantuvieron al lado de la gente y acompañaron más de un duelo colectivo. Con risa franca y apego a su terruño enfrentaron los estragos de la globalización y el declive de las escuelas normales.

Toda esta experiencia, humana y sensible, está retratada en sus versos, muchos de los cuales son el lienzo de instantes precisos de la vida de Guapi o remembranzas de la familia extendida, los valores morales, los cultivos de pan coger o las fiestas religiosas. Del mismo modo, sus textos recrean la negritud como experiencia de resistencia y suficiencia renaciente de larga data.

Son artesanas intelectuales, ocupadas de cultivar los saberes escolares y las voces ancestrales en las generaciones de estudiantes formadas junto a ellas en la combinación de amor y autoridad. Gracias a su tesonera pasión por la oralitura y su abnegado oficio pedagógico, hoy todavía vibra en muchas escuelas y hogares la emoción profunda de la palabra que se narra y se canta. Han hecho una gesta formidable de reinvención del oficio docente con identidad cultural y regional.

Estudiosas como Guiomar Cuesta, María Mercedes Jaramillo y Lucia Ortiz han mostrado el escaso reconocimiento a las mujeres poetas afrocolombianas. En este caso la invisibilidad es doble, pues se trata de docentes y escritoras locales con la escuela como único escenario para dar a conocer sus creaciones, es decir, totalmente ocultas en el canon literario nacional.

Su obra poética es también un ejercicio de memoria social del pacífico sur, un fragmento de historia colectiva compuesto por maestras que encontraron en la escritura una forma para esculpir dolores, pasiones y grandes emociones que acompañaron su existencia. En cada pieza resuena la fe de las hijas y los hijos de una tierra de misiones donde se entremezcló el evangelio con cantos y sonidos antiguos venidos desde África.

Fueron formadas con los preceptos de la pedagogía católica y el apostolado como identidad profesional. Un puñado de jóvenes normalistas, con el valor para renunciar a la comodidad de su casa familiar para marcharse lejos y asumir el servicio a la comunidad en veredas apartadas y olvidadas. Se hicieron maestras y poetas con el paso del siglo y sus reformas educativas. En su valiente trasegar llevaron las letras, el cálculo matemático, el diccionario y la gramática a sitios donde los ríos se abrazan con la cordillera o se pierden en la manigua. Del mismo modo cultivaron con fervor el antiguo lenguaje de pescadores de metáforas y tejedores de palabras. Sostuvieron la narración de la vida, la muerte, los sueños, los amores y los pesares como remedio contra en olvido. Hicieron de la escuela una extensión poética de la vida misma.

Poetas y maestras afropacíficas es un modo de nombrar este increíble acontecimiento que funde pedagogía y literatura, dos oficios extraordinarios encarnados en figuras como Raquel Portocarrero o Luciana Quiñones cuyos poemas aún se escuchan en las tertulias familiares o en las celebraciones escolares, como el maestro Luis Ledesma cuya obra ha marcado la vida de centenares de normalistas a quienes heredó sus versos románticos y su pasión por el habla y la identidad de su pueblo.

Debemos reconocer y agradecer a la Escuela Normal Superior de Guapi su importante labor durante el siglo XX. Por sus patios y corredores creció la vocación comunitaria, el compromiso con la educación y la literatura su dulce compañía cotidiana. En sus viejos asientos de madera muchas aprendieron el valor de la tradición oral como temple espiritual de la gente afrodescendiente de este lado del país, así como el poder de una lucha libertaria negada en los textos escolares. En ese sentido, es una obligación rendir tributo a esta generación anterior a la Ley 70 y las políticas del reconocimiento multicultural, cuya acuciosa labor sirvió para dignificar la cultura de su pueblo. Es necesario reconocer en esta trayectoria un aporte sustantivo al campo de la etnoeducación afrocolombiana.

Especialmente queremos resaltar la maestra Raquel Puertocarrero, quien en calidad de rectora de la ENS promovió hasta comienzos de este siglo, la pervivencia de este enfoque etnoeducativo para las nuevas generaciones de docentes y cuya tesonera gestión dio existencia al Festival de Poesía que anualmente reúne a escritores, maestras y poetas del río Guapi. Se suma el papel de Mary Grueso Romero, quien ha llevado a varios países la palabra afropacífica con sus tonalidades ancestrales en forma de poemas y cuentos infantiles. Dejamos en sus versos el cierre de este artículo.


Si Dios hubiese nacido aquí

Si Dios hubiese nacido aquí,

aquí en el litoral,

sentiría…

hervir la sangre

al sonido del tambor.

Bailaría currulao con marimba y guasá,

y tomaría biche en la fiesta patronal,

sentiría en carne propia

la falta de equidad

por ser negro,

por ser pobre,

y por ser del litoral

(Mary Grueso Romero)


Nota: este artículo fue publicado en la Revista Escuela y Pedagogía #6 2022
https://escuelaypedagogia.educacionbogota.edu.co/miradas/maestras-y-poetas-afropacificas


Referencias

Castillo, Elizabeth y Portocarrero, Raquel (2022) Maestras y poetas del río Guapi. Antología Afropacífica. Popayán, Editorial Samava.

Castillo, Elizabeth (2021) “Mary Grueso Romero, poética de la emoción pacífica”. Meridional. Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos, no. 16, pp. 311

Grueso Romero, Mary (2015) Cuando los ancestros llaman. Poesía Afrocolombiana. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.

Vanín Romero, Alfredo (2017) Las Culturas fluviales del encantamiento. Memorias y presencias del Pacífico colombiano. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.





domingo, 3 de julio de 2022

Don Mario López, nuestra voz de tierra


Hace una semana murió don Mario Tomás López Mapallo. 

En su memoria, estas palabras tejidas el 9 de junio de 2014


El nombre de Mario López está asociado a la hacienda Cóbalo y a la fotografía emblemática que Jorge Silva y su esposa Marta Rodríguez hicieran en el año 1974, cuando un grupo de indígenas-campesinos del resguardo de Coconuco decidió recuperar las tierras que la iglesia les había robado con mañas y engaños propios de su estilo colonial. Se trata de la primera recuperación de tierras que los indígenas del Cauca hiciera en el siglo XX y el anuncio de un acontecimiento que cambiaría el devenir de una clase que otrora ostentara el señorío del viejo Estado del Cauca.  

Han pasado cuarenta años desde cuando se hizo esta fotografía y sin embargo la fuerza que expresan los rostros y los brazos alzados de quienes allí se reunieron pareciera eterna, grabada de modo perenne en blanco y negro. 

Allí estaba don Mario López. En medio de ese montón de adultos, jóvenes y niños que posaban victoriosos con sus machetes izados ante una cámara que dejaría para siempre la marca de su valerosa y justa lucha. 

Don Mario es parte de esa gesta que dio origen al movimiento indígena en Colombia, cuyas batallas devolvieron parte de la dignidad a pueblos que nunca fueron vencidos de modo absoluto, pero que debieron soportar la opresión y la pobreza por su condición cultural y una herencia colonizadora venida de mucho tiempo atrás.

Eran los años setenta del siglo XX, un tiempo de gente rebelde y de rebeliones de gentes en Colombia. Los campesinos organizados en torno a la ANUC iniciaron un capítulo inédito en la historia agraria nacional. Desalambraron haciendas y latifundios en Córdoba, Cesar, Sucre y Magdalena. Se organizaron en Cauca, Nariño y toda la zona andina para hacer congresos que duraban semanas enteras porque la tarea era debatir la “línea políticamente correcta”. La propiedad de la tierra era injusta e infame, la gente moría de hambre produciendo arrobas de algodón y arroz para el mercado. Bajo la consigna “la tierra p`al que la trabaja”, miles de campesinos y campesinas decidieron despedir el feudalismo y los señores feudales de este país. La esperanza de un buen vivir en el campo, se respiraba en los discursos radicales sobre la lucha popular.   

En el sur del país comenzaba la rebelión indígena más importante del siglo XX. Las marcas de Quintín Lame renacían entre las montañas de los andes como un gigante resurgido luego de una larga ausencia. 

Don Mario López conoció desde muy niño el despojo que produce el poder terrateniente, pues su familia hizo parte de esa generación de hombres y mujeres que trabajan toda la vida la tierra para otros y jamás tuvieron nada para ellos ni sus hijos.

Su camino como hombre de luchas políticas lo inició en el Consejo Regional Indígena del Cauca, al lado de su compañera Marleny con quien enfrentó encarcelamientos y persecución por parte de quienes ostentaban la propiedad en territorios que habían sido históricamente resguardos creados para las comunidades indígenas.

Aprendió a leer la Ley 89 de 1890 y a defenderla a punta de machete y asambleas comunitarias. Fue comunero y miembro de Cabildo. Su liderazgo siempre lo ejerció en su comunidad natal, pues él ha preferido quedarse en su terruño que escalar las elevadas cumbres de la representación indígena a nivel departamental o nacional.

Sus hijos han sido parte también de su trasegar político y organizativo que le hace testigo excepcional de las cuatro décadas de existencia del CRIC, cuando la actividad organizativa estaba estigmatizada como “subversiva” y debían reunirse de noche y en forma clandestina a discutir los graves problemas de tenencia de la tierra de los indígenas.

Don Mario como pocos sabe lo que quiere decir “incorizar” las tierras, pues fue protagonista de la reforma agraria más grande que se haya hecho en Colombia, aquella que vino de las propias manos de campesinos e indígenas  entre los años setenta y ochenta, y que puso en clara desventaja a los reformistas del progreso con sus modelos de endeudamiento rural y de proletarización del campesinado. 

Vivió la represión de los ochenta y el encarcelamiento de toda la dirigencia indígena del CRIC. Estuvo presente y activo cuando llegaron los diálogos de paz con el M-19 y el Quintín Lame a principios de los noventa. Animó la campaña para llevar dos indígenas a la Asamblea Nacional Constituyente a finales del siglo XX. Apoyó la primera elección popular de alcaldes en su municipio cuando surgieron los movimientos cívicos y los candidatos indígenas. Como muchos, perdió seres queridos en la guerra y sufrió en carne propia los estragos que esta produce en el mundo familiar.

Don Mario López es un hombre del movimiento y de la comunidad. Su memoria contiene eventos, nombres y recuerdos muy profundos de una larga travesía que ha puesto los derechos de los pueblos indígenas en un lugar distinto al de la época del terraje y la minga para la iglesia. Sabe a quienes olvidaron en las listas de homenajes, pues el siempre ha sido un hombre de la base, un comunero que disciplinadamente ha asistido a los catorce congresos del CRIC para escuchar, opinar y hacer historia con su palabra serena y cuidadosa.

Ahora que hace parte del grupo de los sabios mayores y fundadores del movimiento indígena,   la Universidad del Cauca en este escenario denominado Mingas y Tramas le rinde un merecido homenaje a él, a su difunta compañera y a su descendencia, porque su vida y su legado representan un testimonio noble y ejemplar de compromiso y entrega en la construcción del buen vivir.

Gracias Don Mario por las lecciones de vida que nos ha dado a tantos y tantas, quienes a su lado hemos conocido el valor de la palabra, la tenacidad de la vida en comunidad y la inteligencia de quienes ven en la naturaleza su orígen primordial.

Gracias por esa voz de tierra,  que ha inspirado tantas luchas por la dignidad de los pueblos.




        




  

 


lunes, 4 de abril de 2022

Maestras y poetas afropacíficas

Frente al majestuoso río Guapi, en el departamento de Cauca, la Escuela Normal Superior “María Inmaculada” (ENS) empieza su trasegar en 1960. A partir de ese momento la vida del pequeño pueblo dará un giro cultural y social trascendental. A mediados del siglo xx en la región del pacífico la escolarización estaba prácticamente restringida para unos pocos varones, cuyas familias tenían la capacidad económica para solventar su manutención. Contadas mujeres accedieron a este privilegio que, en todo caso, les implicaba migrar a Popayán o Cali para lograr sus estudios de secundaria.

Guapi contaba desde 1956 con el Colegio San José, una institución privada fundada por el obispo Arango Velásquez para formar la población masculina de estas comunidades. Con la creación de la Escuela Normal, centenares de jóvenes afrodescendientes, mayoritariamente mujeres, acudieron al llamado de la iglesia católica para convertirse en las y los docentes de una región sedienta de escolarización. En Chocó apenas una década antes, el parlamentario Diego Luis Córdoba promovió, a través del Ministerio de Educación, la creación de cinco Escuelas Normales con el firme propósito de cambiar el destino de las mujeres de este departamento y garantizar un sistema educativo regional para atender las demandas de las comunidades más aisladas.

El poeta Alfredo Vanín ha propuesto nombrar como culturas fluviales del encantamiento este mundo simbólico, sensible y material que ocurre entre el océano y los ríos del pacífico. Esta civilización es esencialmente oral, recreada de boca en boca, de canto en canto, desde hace siglos. Los alabaos, los relatos, los versos, los abozaos y las corporalidades de estas culturas acuáticas tuvieron un lugar de existencia en la Normal. Allí se mezclaban las lecciones de historia o geografía con los cuentos de navegantes de agua dulce; y la disciplina de las religiosas con la desbordante creatividad artística de nietas, hijas y sobrinas de músicos y decimeros. 

En este nuevo lugar del saber, la higiene y la patria, llegaron a comienzos de los años setenta Manuel Zapata Olivella y su hermana Delia en busca de las raíces sonoras del folclor del litoral. Este hecho fue definitivo para refrendar el papel de esta institución en el mantenimiento e investigación de las expresiones artísticas y culturales como la danza, la música y la oralitura de la gente negra.

En este ambiente crecieron las “poetas escondidas” como las nombró en 2017 Lourdes Andrade, para resaltar ese lugar anónimo en el cual han sobrevivido estas tejedoras de versos, lejos de las imprentas y de los proyectos editoriales del centro del país, pero afirmadas en su literatura del aula. 

Eran tiempos de bambuco viejo y marimba de chonta en los salones de madera y también de una modernización que ocurría de modo vertiginoso gracias al empuje del canal de Panamá. Navegaba el progreso y en lugares como el puerto de Buenaventura destellaban las luces de neón en calles repletas de mercaderías y   gente de todo el planeta hablando como en la torre de Babel. Muchas y muchos se fueron tras la ilusión de esta vida intensa y cargada de bullicio. A unas cuantas horas de navegación, Guapi se mantuvo en ese sosiego entre lo ancestral y lo moderno, para convertirse en continente literario.  Como lo recuerda la escritora Mary Grueso Romero, niños y niñas accedieron a la escuela y a una buena vida en grandes casas de madera, donde se combinaba la lencería blanca y almidonada con historias para dormir y sorprenderse en las noches torrenciales. El empedrado puerto sobre el río Guapi se convirtió en sitio de tertulia de un puñado de jóvenes atrapados por los versos de Pablo Neruda. Con el tiempo, el romanticismo cobraría vida en el papel, para dar existencia a la moderna poesía de Helcías Martán Góngora. Eran los años setenta del siglo pasado y la literatura era un asunto fundamentalmente masculino, pero las mujeres del pacífico tienen el don de la palabra y versaban la vida misma. 

Durante varias décadas el litoral caucano fue testigo excepcional del nacimiento y madurez de las maestras y poetas, protagonistas de una educación afropacífica. Teresa de Jesús Venté, Ligia Pinillos, Raquel Portocarrero, Lucrecia Panchano, Fortunata Banguero, Ana María Moreno, Luciana Quiñones, Romelia Caicedo Quiñones, Diomelina Zurita, Dora María Ortiz, Marcia Perlaza y el profesor Luis Ángel Ledesma, son algunos de los nombres más reconocidos en esta constelación intelectual. 

Este camino lo recorrieron las muchachas normalistas a quienes rendimos tributo con estas páginas.  Se trata de una generación influenciada por el lirismo, la cultura pedagógica, el humanismo y el apego a las tradiciones. Mujeres cuya niñez quedó en los patios de recreo que las vieron convertirse en las maestras de los ríos. Muchas de ellas envejecieron con los locales escolares construidos rudimentariamente por las comunidades. Algunas dejaron la crianza de sus hijos en manos de las abuelas, para atender su labor en ruralidades apartadas. Pero todas, sin excepción, hicieron de la poesía y la declamación un oficio cotidiano, por eso sus versos y décimas expresan una manera concreta de ser maestra afrodescendiente en las geografías del pacífico. Gracias a la tradición oral y la formación literaria recibida en la Escuela Normal Superior, su obra contiene la historia del territorio, tal como lo expresa Fortunata Banguero al rememorar la agricultura tradicional y fértil. 


Nostalgia del arroz

De los productos ya decadentes 

Que existían en mi región,

Muy importante e indispensable 

Y nutritivo es el arroz


Agricultores organizados

Su siembra hacía con precaución 

Se desplazaban pa Guapi arriba

O Guapi abajo sembrando arroz


De muchas clases se cultivaba

Fían, chino grande, chino chiquito y chicola

Pero el caliya, un grano grande,

Ese arroz no era de acá.


Marzo, abril, mayo para la siembra

Octubre, noviembre y diciembre para cosechar

El chango negro era su plaga

Y espantapájaros para cuidar.


Parte de cosecha era llevada

Al partidero a don Teófilo Bazan,

Y otra a dos Antistenes, Juan segura y Teodoro Cuero

En la cabecera municipal


Que bien recuerdo yo de mi Guapi,

Muelles extensos sacando arroz

 las pilanderas y pilones

Las piladoras trillando al son


La cosa era muy bien cuadrada, 

Todo se daba con medición 

Siempre en mercado se conseguía,

En abundancia el gran arroz


Buenaventura era el destino,

Que distribuía al interior,

Barcos repletos lo transportaban

Y pa nosotros, sobraba arroz.


Ahora que todo se ha extinguido

Imploro y ruego al gran señor,

Que repensemos en nuestras vidas 

Y en las riquezas de la región.


Volvamos todos agricultores

De nuevo al campo a sembrar arroz

Ya al voleo o bien plantado,

Nuestro futuro será mejor.


                                                      Fotografía: Leidy Romero Martínez


Con increíble maestría, hicieron del verso su arte secreto para engalanar la enseñanza. En hojas de cuaderno envejecidas guardan celosamente sus recuerdos y añoranzas. Nunca se fueron de la escuela. Se mantuvieron en sus aulas durante la mayor parte de su existencia, desde la infancia hasta el ocaso de sus días. Crecieron con la radio y la televisión en blanco y negro. Testigas excepcionales del olvido estatal, la ferocidad del conflicto armado y el arribo de la tecnología digital, se mantuvieron al lado de la gente y acompañaron más de un duelo colectivo. Con risa franca y apego a su terruño enfrentaron los estragos de la globalización y el declive de las escuelas normales. 

Toda esta experiencia, humana y sensible, está retratada en sus versos, muchos de los cuales son el lienzo de instantes precisos de la vida de Guapi o remembranzas de la familia extendida, los valores morales, los cultivos de pancoger o las fiestas religiosas. Del mismo modo, sus textos recrean la negritud como experiencia de resistencia y suficiencia renaciente de larga data.

Son artesanas intelectuales, ocupadas de cultivar los saberes escolares y las voces ancestrales en las generaciones de estudiantes formadas junto a ellas en la combinación de amor y autoridad. Gracias a su tesonera pasión por la oralitura y su abnegado oficio pedagógico, hoy todavía vibra en muchas escuelas y hogares la emoción profunda de la palabra que se narra y se canta. Han hecho una gesta formidable de reinvención del oficio docente con identidad cultural y regional.

Estudiosas como Guiomar Cuesta, María Mercedes Jaramillo y Lucía Ortiz han mostrado el escaso reconocimiento a las mujeres poetas afrocolombianas. En este caso la invisibilidad es doble, pues se trata de docentes y escritoras locales con la escuela como único escenario para dar a conocer sus creaciones, es decir, totalmente ocultas en el canon literario nacional. 

Su obra poética es también un ejercicio de memoria social del pacífico sur, un fragmento de historia colectiva compuesto por maestras que encontraron en la escritura una forma para esculpir dolores, pasiones y grandes emociones que acompañaron su existencia. En cada pieza resuena la fe de las hijas y los hijos de una tierra de misiones donde se entremezcló el evangelio con cantos y sonidos antiguos venidos desde África.

Fueron formadas con los preceptos de la pedagogía católica y el apostolado como identidad profesional. Un puñado de jóvenes normalistas, con el valor para renunciar a la comodidad de su casa familiar para marcharse lejos y asumir el servicio a la comunidad en veredas apartadas y olvidadas. Se hicieron maestras y poetas con el paso del siglo y sus reformas educativas. En su valiente trasegar llevaron las letras, el cálculo matemático, el diccionario y la gramática a sitios donde los ríos se abrazan con la cordillera o se pierden en la manigua. Del mismo modo cultivaron con fervor el antiguo lenguaje de pescadores de metáforas y tejedores de palabras. Sostuvieron la narración de la vida, la muerte, los sueños, los amores y los pesares como remedio contra en olvido. Hicieron de la escuela una extensión poética de la vida misma.

Poetas y maestras afropacíficas es un modo de nombrar este increíble acontecimiento que funde pedagogía y literatura, dos oficios extraordinarios encarnados en figuras como Raquel Portocarrero o Luciana Quiñones cuyos poemas aún se escuchan en las tertulias familiares o en las celebraciones escolares, como el maestro Luis Ledesma cuya obra ha marcado la vida de centenares de normalistas a quienes heredó sus versos románticos y su pasión por el habla y la identidad de su pueblo.

Debemos reconocer y agradecer a la Escuela Normal Superior de Guapi su importante labor durante el siglo xx. Por sus patios y corredores creció la vocación comunitaria, el compromiso con la educación y la literatura como dulce compañía cotidiana. En sus viejos asientos de madera muchas aprendieron el valor de la tradición oral como temple espiritual de la gente afrodescendiente de este lado del país, así como el poder de una lucha libertaria negada en los textos escolares. En ese sentido, es una obligación rendir tributo a esta generación anterior a la Ley 70 y las políticas del reconocimiento multicultural, cuya acuciosa labor sirvió para dignificar las culturas fluviales. Es necesario reconocer en esta trayectoria un aporte sustantivo al campo de la etnoeducación afrocolombiana.

Especialmente queremos resaltar la maestra Raquel Puertocarrero, quien en calidad de rectora de la ENS promovió hasta comienzos de este siglo, la pervivencia de este enfoque etnoeducativo para las nuevas generaciones de docentes y cuya tesonera gestión dio existencia al Festival de Poesía que anualmente reúne a escritores, maestras y poetas del río Guapi. Se suma el papel de Mary Grueso Romero, quien ha llevado a varios países la palabra afropacífica con sus tonalidades ancestrales en forma de poemas y cuentos infantiles. Dejamos en sus versos el cierre de este artículo.


Si Dios hubiese nacido aquí


Si Dios hubiese nacido aquí,

aquí en el litoral,

sentiría…

hervir la sangre

al sonido del tambor.

Bailaría currulao con marimba y guasá,

y tomaría biche en la fiesta patronal,

sentiría en carne propia

la falta de equidad

por ser negro,

por ser pobre,

y por ser del litoral 

(Mary Grueso Romero)


Referencias

Castillo, Elizabeth y Portocarrero, Raquel (2022) Maestras y poetas del río Guapi. Antología Afropacífica. Popayán, Editorial Samava.

Castillo, Elizabeth (2021) “Mary Grueso Romero, poética de la emoción pacífica”. Meridional. Revista Chilena de Estudios Latinoamericanos, no. 16, pp. 311

Grueso Romero, Mary (2015) Cuando los ancestros llaman. Poesía Afrocolombiana. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.

Vanín Romero, Alfredo (2017) Las Culturas fluviales del encantamiento. Memorias y presencias del Pacífico colombiano. Popayán, Editorial Universidad del Cauca.

Publicado en: https://escuelaypedagogia.educacionbogota.edu.co/miradas/maestras-y-poetas-afropacificas